¡Egipto! ¡Egipto! ¡Egipto! Eres mucho más de lo que soy capaz de ver con estos ojos azules, y con esta mirada cálida y llena de luz, tú eres lo que no se ha visto en el occidente moderno. Eres lo que necesita de nuevo el mundo. ¡Despierta Egipto! ¡despierta!
Desde su redescubrimiento en el siglo pasado, gracias a la campaña de Napoleón, Egipto ha ejercido una poderosa fascinación sobre las mentes occidentales. Sin embargo, esto no es nuevo, ya en la Antigüedad los filósofos griegos y latinos peregrinaban a la tierra del Nilo en busca de su ciencia y sus misterios. Los más grandes sabios del mundo clásico bebieron su ciencia en las Escuelas de Sabiduría del antiguo Egipto, y muchos de ellos fueron iniciados a los más recónditos misterios de la Magia en sus templos y escuelas iniciáticas, pero como muy bien señala el egiptólogo François Daumas:
«No se trata de la magia en el sentido peyorativo que le concebimos hoy en día, sino que designa el conjunto de fuerzas necesarias para proteger la vida y acrecentarla»[1].
Su acceso, como en todo colegio iniciático del mundo antiguo, era evidentemente restringido y selectivo. Reservado tan sólo a aquellos amantes de la Sabiduría, ávidos de aprender, que estaban dispuestos a comprometerse solemnemente con la hermandad de Iniciados, jurando emplear su ciencia exclusivamente para el bien común, es decir, al servicio de Maat, y a no utilizarla jamás en beneficio propio, como bien refleja el solemne Juramento Hipocrático, que hasta hace poco realizaban obligatoriamente todos los médicos y cuyo origen podemos remontarlo hasta el antiguo Egipto, que fue cuna de la medicina griega.
«Egipto es mucho más que un lugar geográfico… Egipto es en verdad un estado de conciencia».